domingo, 6 de septiembre de 2009
Museo de la ternura bizarra
"Cultura objetos, grafica y pintura
Ciento por ciento ‘kitsch’
El Museo de la Ciudad exhibe “Esas cosas cariñosas que algunos llaman kitsch”: una multitud de piezas de “mal gusto”, cursis, sensibleras, datadas desde comienzos del siglo XX. Dispuestas para rescatar un espacio de la memoria popular y cotidiana, conforman un ambiente hogareño bizarro, que también invita a reírse de la ostentación y de cualquier actitud pretenciosa.
Por Judith savloff
Uno va a la muestra emponchado y consciente de que kitsch, la palabra, es un imán de lo más potente. Recuerda, de repente, lo que dice la presentación escrita por el profesor Juan Carvajal, eso de que kitsch suele connotar “mal gusto”, que se empezó a usar en Munich alrededor de 1860 y que su origen podría estar en el verbo vertkitschen, que significa fabricar algo barato con apariencia valiosa: “Hacer pasar gato por liebre”. Y sigue caminando, sonriendo por el eco de la cita de Catita, el personaje de Niní Marshall, que agrega Carvajal: “La Ñata fue eleta reina del clú fogarata, es de linda… tiene un cuerpo humano que parece la venus de mirlo pero con los brazos crecidos”. Ternura y crueldad. Uno también se pregunta, en serio y más de una vez: será divertido y ¿algo más? ¿Qué seduce tanto de una exhibición que dispara a priori la imagen de un enanito de jardín?
Termina la escalera del edificio del Museo de la Ciudad, se abre el portal, y el calorcito abrasa. Los ambientes son pequeños, de techos altos, y están atiborrados de piezas. Es como llegar a la casa de la abuela que nunca tira nada.
Se exhiben antecedentes directos de los objetos que se pueden comprar en los negocios de “todo por dos pesos”. Muñequitas símil oriental, con el rodete armado con escarbadientes y un abanico en el que de cerca, muy cerca, se lee: “Recuerdo de mi Primera Comunión”. Curiosas perlitas sin calidad. Imágenes que derivan hacia el Gauchito Gil, Gardel, Gilda, Maradona. Bailarinas de cerámica desgraciadas. Cajas cubiertas de caracolas. Miniaturas, muchísimas, mechadas con una enorme pintura de una sirena de dos colas de 1942 proscripta por “erótica”, algún vestido de fiesta, pura lentejuela. Pero las “baratijas” no se miran igual que frente a una góndola. No todas están fechadas, son demasiadas. El montaje remitiría a las salas de exhibición enteramente cubiertas de cuadros del siglo XIX si no provocara tan directa e inequívocamente el desconcierto propio de la cursilería. Sin embargo, es posible evocar un universo de delicadeza cero perdido en el tiempo. Están los relojes que usaban los taxis en la década de 1930: bombos de vidrio labrado cuya banderita de “libre” se subía y bajaba a mano o postales de 1920, hechas en Madrid, con versos melosos y parejas en pose estrafalaria. Sin dudas, a esa chica sentada como princesa se le va a quebrar el cuello cuando finalmente roce los labios de su amor, parado y a su espalda.
El museo tiene como misión rescatar la memoria colectiva. Toda, sin vergüenza. La visita deja una mezcla de apabullamiento, nostalgia, hambre de más folclore popular, ternura esperada y un vaho bizarro, claro.
Algo más convoca. Un ensayo de Abraham Moles, sociólogo francés, da una pista en su título: El kitsch, el arte de la felicidad. Dice que este ¿estilo? tuvo al menos dos momentos de gloria: con las malas copias de los productos de las grandes tiendas que demandaban las capas pro burguesas de comienzos del siglo pasado y con la sociedad de masas post Segunda Guerra Mundial. Hoy también habla de la búsqueda de placer al comprar. Vale reírse un poco del consumismo consolador, y mucho, de las pretensiones, del aparentar, de la imitación inocentemente burlesca, de la farsa pretenciosa que harta y, aunque trate, no prospera. Pocas cosas lo desnudan con la fuerza de estas piezas."
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